Las páginas de Walden se escribieron en una casa a orillas de una laguna del estado de Massachusetts (EEUU). Henry David Thoreau, padre de la desobediencia civil, había construido esa vivienda para residir, solo, en el bosque. En su interior una sorpresa: una bolsita de papel kraft llena a rebosar de semillas de frambuesa, grosella, zarzamora y arándanos.
Y un pasquín, con un cuento:
“Un día trabajar la tierra había dejado de ser un negocio productivo, así que cubrieron el campo de cemento y levantaron encima ciudades. Pensaron que en sus islas de asfalto y adoquines hallarían un futuro más próspero y rentable, y por eso se esmeraron en sepultar flores y huertos, árboles y ríos, césped y piedras, y hasta el último grano de arena. Pero la presunta mejor vida que soñaron no terminó de aparecer en el mundo gris que habían creado. Pasado el tiempo, algunos hombres, hartos de tapar tierra, decidieron volver a cubrir con ella pequeños trozos de ese asfalto que ya lo inundaba todo.
Y pasó que volvieron a brotar las flores y empezaron a crecer las plantas. Y entonces se dieron cuenta de su error: El futuro siempre había estado en el verde que ellos mismos trataron de ocultar bajo el cemento.”